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Artista visual, egresado de la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda. De 1990 a 1996 fue miembro y fundador del grupo experimental 19 Concreto, realizando diversos proyectos de instalación y performance, gracias a los cuales obtuvo importantes reconocimientos como la Beca de Jóvenes Creadores del FONCA con el proyecto, 19 Concreto vía satélite.
Individualmente ha expuesto su obra en Estados Unidos, Alemania, Finlandia y México, y ha participado en varios festivales, entre los que destacan: Festival Internacional de PerformanceFlex x en Dresden, Alemania; MuuMedia festival, del Museo de Arte Contemporáneo Kiasma en Helsinki, Finlandia; Jump Star Performance Co. en San Antonio Texas, Estados Unidos.
Entre sus distinciones podemos mencionar: Beca de residencia por Banff Centre, en Canadá; Beca Jóvenes Creadores Fonca, en dos ocasiones; mención especial en el tercer concurso de instalación en Ex-Teresa; mención especial en la Tercera Bienal de Monterrey, Museo de Monterrey; primer lugar en el concurso del Cuarto Festival de Performance de la Ciudad de México; mención especial en la Segunda Bienal de Monterrey, con el grupo 19 Concreto. Actualmente es profesor de diversos talleres en La Esmeralda.
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El 31 diciembre de 1999 el mundo entero se detuvo en vilo. La celebración, cuyo objeto anticiparon profusamente tanto los augures como lo tecnócratas, fue arbitraria, exagerada y teatral. Los gobiernos convocaron grandes fiestas, las televisoras emitieron sus señales a todo el mundo. Los preparativos y las expectativas fueron cediendo paso al día después: ni glorioso, ni apocalíptico, el primer amanecer del nuevo milenio le trajo a cada uno de los hombres los signos inquietantes de su cotidianeidad.

Esta decepción resultó apenas sorprendente. Toda celebración es un ritual y , por lo tanto, sus practicantes esperan que sus efectos se manifiesten en el ámbito de lo profano según su orden claramente distinto que el de las construcciones simbólicas y arbitrarias de las transfiguraciones sacralizantes de la celebración. La obra de Roberto de la Torre se mueve precisamente en el territorio ambiguo de esta correspondencia: ni en la pura excepcionalidad sacra a la que aspiraban los accionistas vieneses y algunas de las feministas norteamericanas, ni en la cotidianeidad sacralizada del Fluxus o de los grupos mexicanos de los setenta.

En medio del barullo del fin de año en el Zócalo de la ciudad de México apareció, entre saltimbanquis y grupos de danza folklórica, la conocida figura del retador del peligro. Un personaje vestido de negro, y portando un aerodinámico casco de motociclista, parecía disponerse a realizar algún acto heróico que correspondiera a tan insigne ocasión. Sin embargo en lugar de un fiero tigre (como el que el autor habitaría en el tigre de San Marcos acechando a un turista), este osado personaje portaba ante sí un obsceno y colorido pastelote de varios pisos.

Para gran deleite de chicos y grandes, el retador del peligro se dedicó, durante una hora, a estrellar la cabeza de manera sistemática contra el pastel hasta convertirlo en una masa informe de merengue y mermelada. El público, identificando el comportamiento dictado por el ritual, coreaba entusiasta: mordida, mordida, mordida. Así al igual que en los cumpleaños, de la Torre celebraba al nuevo milenio con todas sus estruendosas promesas pero también con sus pequeñas humillaciones, con el reconocimiento de la dosis de muerte que entraña todo aniversario.

Hay otros dos apectos, comunes a varias de las piezas de Roberto, que resultan relevantes en esta pieza. La primera se refiere a la relación entre el acto -ya sea histórico o artístico- y su documento, y la segunda a un modo de sobreposición de marcos referenciales que lo vincula a una parte importante del arte contemporáneo.

El otro aspecto que resulta destacado en esta pieza se refiere a la procedencia disciplinar del artista. En todas estas transfiguraciones simbólicas, el elemento activo encargado de efectuarlas es la imagen. Y el tipo de consideraciones que las vinculan tienen, en la obra de Roberto, una raigambre pictórica. Veamos el caso de la pieza que nos ocupa. En primer lugar, la elección del pastel según sus cualidades formales (rococó según las palabras del mismo autor) corresponde a la pintura: el procesamiento de un medio pigmentado sobre una serie de superficies bidimensionales.

Como Raushemberg al borrar el de Kooning, Roberto de la Torre realiza un proceso inverso al del decorador de pasteles, cuando destroza la obra primera para generar otra. Después conserva ese acto en un conjunto de documentos que contruyen, de nueva cuenta, un predominio de lo imaginario sobre lo actual. Sabedor de la imposibilidad de las traducciones entre la acción y el documento, de la Torre dota el segundo de un carácter autónomo, en el que las figuras de aquella noche confusa se fijan en una secuencia de fotografías casi abstractas tomadas de un monitor. Con ello nos remite de nueva cuenta al monumento del fracaso; a un objeto conmemorativo de un acto que, en este caso, parece traicionar ligeramente su voluntad primera.